Noticia aportada por
Mª. Carmen Pérez Pérez
La corrupción y el mérito
El
descrédito y el deterioro de la función pública favorecen el ejercicio de la
arbitrariedad política y las decisiones corruptas. Construir una administración
profesional, austera y eficiente es difícil, pero no imposible
El espectáculo ahora por fin visible de la corrupción no
habría llegado tan lejos si no se correspondiera con otro proceso que ha
permanecido y permanece invisible, del que casi nadie se queja y al que nadie
parece interesado en poner remedio: el descrédito y el deterioro de la función
pública; el desguace de una administración colonizada por los partidos
políticos y privada de una de sus facultades fundamentales, que es el control
de oficio de la solvencia técnica y la legalidad de las actuaciones. Cuando se
habla de función pública se piensa de inmediato en la figura de un funcionario
anticuado y ocioso, sentado detrás de una mesa, dedicado sobre todo a urdir lo
que se llama, reveladoramente, “trabas burocráticas”. Esa caricatura la ha
fomentado la clase política porque servía muy bien a sus intereses: frente al
funcionario de carrera, atornillado en su plaza vitalicia, estaría el gestor
dinámico, el político emprendedor e idealista, la pura y sagrada voluntad
popular. Si se producen abusos los tribunales actuarán para corregirlos.
Está bien que por fin los jueces cumplan con su tarea, y
que los culpables reciban el castigo previsto por la ley. Pero un juez es como
un cirujano, que intenta remediar algo del daño ya hecho: la decencia pública
no pueden garantizarla los jueces, en la misma medida en que la salud pública
no depende de los cirujanos. Los ánimos están muy cargados, y la gente exige,
con razón, una justicia rápida y visible, pero no se puede confundir el castigo
del delito con la solución, aunque forme parte de ella. El puesto de un
corrupto encarcelado lo puede ocupar otro. El daño que causa la corrupción
puede no ser más grave que el desatado por la masiva incompetencia, por el
capricho de los iluminados o los trastornados por el vértigo de mandar. Lo que
nos hace falta es un vuelco al mismo tiempo administrativo y moral, un
fortalecimiento de la función pública y un cambio de actitudes culturales muy
arraigadas y muy dañinas, que empapan por igual casi todos los ámbitos de
nuestra vida colectiva.
El vuelco administrativo implica poner fin al progresivo
deterioro en la calidad de los servicios públicos, en los procesos de selección
y en las condiciones del trabajo y en las garantías de integridad profesional
de quienes los ejercen. Contra los manejos de un político corrupto o los
desastres de uno incompetente la mejor defensa no son los jueces: son los
empleados públicos que están capacitados para hacer bien su trabajo y disponen
de los medios para llevarlo a cabo, que tienen garantizada su independencia y
por lo tanto no han de someterse por conveniencia o por obligación a los
designios del que manda. Desde el principio mismo de la democracia, los
partidos políticos hicieron todo lo posible por eliminar los controles
administrativos que ya existían y dejar el máximo espacio al arbitrio de las
decisiones políticas. Ni siquiera hace falta el robo para que suceda el
desastre. Que se construya un teatro de ópera para tres mil personas en una
pequeña capital o un aeropuerto sin viajeros en mitad de un desierto no implica
sólo la tontería o la vanidad de un gobernante alucinado: requiere también que
no hayan funcionado los controles técnicos que aseguran la solvencia y la
racionalidad de cualquier proyecto público, y que sobre los criterios
profesionales hayan prevalecido las consignas políticas.
En cada ámbito de la administración se han instalado
vagos gestores mucho mejor pagados siempre que los funcionarios de carrera.
Obtienen sus puestos gracias al favor clientelar y ejercen, labores más o menos
explícitas de comisariado político. Pedagogos con mucha más autoridad que los
profesores; gerentes que no saben nada de música o de medicina pero que dirigen
lo mismo una sala de conciertos que un gran hospital; directivos de confusas
agencias o empresas de titularidad públicas, a veces con nombres fantasiosos,
que usurpan y privatizan sin garantías legales las funciones propias de la
administración. En un sistema así la corrupción y la incompetencia, casi
siempre aliadas, no son excepciones: forman parte del orden natural de las
cosas. Lo asombroso es que en semejantes condiciones haya tantos servidores
públicos en España que siguen cumpliendo con dedicación y eficacia admirables
las tareas vitales que les corresponden: enfermeros, médicos, profesores,
policías, inspectores de Hacienda, jueces, científicos, interventores,
administradores escrupulosos del dinero de todos.
Que toda esa gente, contra viento y marea, haga bien su
trabajo, es una prueba de que las cosas pueden ir a mejor. Construir una
administración profesional, austera y eficiente es una tarea difícil, pero no
imposible. Requiere cambios en las leyes y en los hábitos de la política y
también otros más sutiles, que tienen que ver con profundas inercias de nuestra
vida pública, con esas corruptelas o corrupciones veniales que casi todos, en grado
variable, hemos aceptado o tolerado.
El cambio, el vuelco principal, es la exigencia y el
reconocimiento del mérito. Una función pública de calidad es la que atrae a las
personas más capacitadas con incentivos que nunca van a ser sobre todo
económicos, pero que incluyen la certeza de una remuneración digna y de un
espacio profesional favorable al desarrollo de las capacidades individuales y a
su rendimiento social. En España cualquier mérito, salvo el deportivo,
despierta recelo y desdén, igual que cualquier idea de servicio público o de
bien común provoca una mueca de cinismo. La derecha no admite más mérito que el
del privilegio. La izquierda no sabe o no quiere distinguir el mérito del
privilegio y cree que la ignorancia y la falta de exigencia son garantías de la
igualdad, cuando lo único que hacen es agravar las desventajas de los pobres y
asegurar que los privilegiados de nacimiento no sufren la competencia de
quienes, por falta de medios, solo pueden desarrollar sus capacidades y
ascender profesional y socialmente gracias a la palanca más igualitaria de
todas, que es una buena educación pública.
Nadie se ha beneficiado más del rechazo del mérito y de
la falta de una administración basada en él que esa morralla innumerable que
compone la parte más mediocre y parasitaria de la clase política, el esperpento
infame de los grandes corruptos y el hormiguero de los arrimados, los
colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en nada,
los titulares de cargos con denominaciones gaseosas, los emboscados en
gabinetes superfluos o directamente imaginarios. Unos serán cómplices de la
corrupción y otros no, pero todos contribuyen a la atmósfera que la hace
posible y debilitan con su parasitismo el vigor de una administración cada vez
más pobre en recursos materiales y legales y por lo tanto más incapaz de
cumplir con sus obligaciones y de prevenir y atajar los abusos. Una cultura
civil muy degradada ha fomentado durante demasiado tiempo en España el
ejercicio del poder político sin responsabilidad y la reverencia ante el brillo
sin mérito. Caudillos demagogos y corruptos han seguido gobernando con mayorías
absolutas; gente zafia y gritona que cobra por exhibir sus miserias privadas
disfruta del estrellato de la televisión; ladrones notorios se convierten en
héroes o mártires con solo agitar una bandera.
Esta es una época muy propicia a la búsqueda de chivos
expiatorios y soluciones inmediatas, espectaculares y tajantes —es decir,
milagrosas—, pero lo muy arraigado y lo muy extendido sólo puede arreglarse con
una ardua determinación, con racionalidad y constancia, con las herramientas
que menos se han usado hasta ahora en nuestra vida pública: un gran acuerdo
político para despolitizar la administración y hacerla de verdad profesional y
eficiente, garantizando el acceso a ella por criterios objetivos de mérito; y
otro acuerdo más general y más difuso, pero igual de necesario, para alentar el
mérito en vez de entorpecerlo, para apreciarlo y celebrarlo allá donde se
produzca, en cualquiera de sus formas variadas, el mérito que sostiene la
plenitud vital de quien lo posee y lo ejerce y al mismo tiempo mejora
modestamente el mundo, el espacio público y común de la ciudadanía democrática.
Antonio Muñoz Molina es escritor.
http://elpais.com/elpais/2014/11/05/opinion/1415191412_644375.html
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